La locura |
Aurora
Rodríguez sufría de graves delirios de grandeza. Un día decidió emular
a Dios y tener un hijo que salvara a la humanidad. Fue niña:
Hildegart. La amaestró, la educó, la convirtió en figura política y
pública. A los 17 años ya había terminado la carrera de Derecho. Pero
quiso ser libre. Y su madre la mató. Sucedió casi un siglo atrás en
España.
Por Rosa Montero *
Contemos
cuanto antes los hechos escuetos, sobradamente conocidos y aterradores
en su simplicidad mortífera. Todo sucedió en España y hace casi un
siglo. Aurora Rodríguez era una mujer con graves delirios de grandeza.
Tan graves que un buen día decidió emular a Dios y tener un hijo que
salvara a la humanidad. O, mejor, una hija, una niña a la que educaría
para ser la Primera Mujer Libre, el prototipo de la nueva sociedad. Y
así, Aurora programó su embarazo y parió a Hildegart, a quien amaestró
desde la cuna con férrea mano de domadora circense, hasta convertirla en
un ejemplar anómalo y excepcional, en una pobre niña prodigio.
Hildegart aprendió a leer antes de los dos años, a escribir antes de los
tres. Con ocho dominaba el francés, el inglés y el alemán. Con catorce
se lanzó a la vida pública y comenzó a escribir en los periódicos, a
dar conferencias, a redactar libros, a participar en la política
(ingresó en las Juventudes Socialistas y en UGT). A los diecisiete
había terminado la carrera de Derecho y era famosa. Un año después, en
1933, Hildegart quiso hacer uso de esa libertad para la que
supuestamente había sido educada. Quiso independizarse de su madre. Y
Aurora, para impedirlo, le pegó cuatro tiros una noche de verano,
mientras dormía.
Esta historia truculenta ocasionó en su momento
un enorme revuelo, no sólo por el morbo de parricidio y por la
popularidad de la víctima, sino también por razones políticas: Hilde
era una figura radical y polémica, militaba en la izquierda (en 1932
rompió con los socialistas e ingresó en el Partido Federal), era una
muchacha que hablaba de sexo y que arremetía contra las prerrogativas
de una rancia Iglesia. De hecho, el juicio de Aurora, celebrado en
1934, estuvo muy mediatizado por la ideología y visto desde hoy resulta
un disparate. Aurora Rodríguez era una mujer mentalmente muy enferma.
Tanto sus actitudes como sus declaraciones ante el tribunal fueron por
completo delirantes pero, aun así, los peritos psiquiátricos del fiscal
dictaminaron que estaba en sus cabales, y por consiguiente fue
condenada a 26 años de prisión. Con esta sentencia probablemente se
pretendía demostrar que el horrible crimen no había sido un producto de
la enajenación, sino de la disolución de costumbres y de la
depravación de los izquierdistas.
Aurora acogió el veredicto con
regocijo mesiánico. Durante el juicio ya había protestado contra su
propio abogado defensor por decir que estaba loca, cosa que,
naturalmente, ella negaba. Ahora, declaró, iba a aprovechar su paso por
la cárcel para reformar por completo el sistema de prisiones.
Disparataba tanto y era tan violenta que en la cárcel se convirtió
inmediatamente en un problema. Allí, claro está, era imposible negar la
evidencia de su desequilibrio, de manera que a los pocos meses el
director de la prisión pidió otro informe médico y consiguió que Aurora
fuera trasladada al psiquiátrico de Ciempozuelos en 1935.
Al año
siguiente estallaría la Guerra Civil, esa gran locura colectiva que
arrasó con todo. También con la historia de Aurora y Hildegart, que
quizá había quedado demasiado pegada, por proximidad temporal, al
conflicto bélico. Tal vez sea por eso por lo que este caso fascinante
ha sido tan poco estudiado. Existe una escasísima documentación sobre
el tema (un texto de un contemporáneo, Eduardo de Guzmán; una película
de Fernando Fernán-Gómez; dos o tres trabajos periodísticos y
científicos) y si no fuera por el libro esencial de Rosa Cal, A mí no
me doblega nadie (Edicios do Castro), que es un trabajo de
investigación casi detectivesco sobre documentos originales, apenas si
sabríamos nada sobre la verdadera tragedia de esta historia. Sobre el
horror que se oculta bajo la escueta noticia criminal.
De hecho,
durante mucho tiempo se creyó que Aurora había permanecido en prisión y
que, puesta en libertad tras las excarcelaciones de 1936, se había
esfumado en el ancho mundo. Hasta que en 1987 el psiquiatra Guillermo
Rendueles y el psicólogo Alejandro Céspedes encontraron en Ciempozuelos
el historial de Aurora Rodríguez y lo hicieron público. Así se supo
que la parricida había sido enviada al sanatorio mental y que ya no lo
había abandonado hasta morir, olvidada de todos, veinte años más tarde.
La
lectura del historial clínico de Aurora resulta angustiosa. En primer
lugar, porque es un ejemplo de una literatura psiquiátrica dura y
arcaica, más cercana al atestado policial que al informe médico. En una
treintena de folios (pocos me parecen para veinte años), las palabras
de la paciente son recogidas con una especie de desinterés mecánico: ya
se sabe que, en los viejos manicomios, imperaba el criterio de que los
locos sólo decían locuras, esto es, cosas sin sentido, cuando lo cierto
es que lo que llamamos locura consiste precisamente en darle otro
sentido a la realidad. Pero es que además el informe clínico va haciendo
un retrato desolador de la lenta demolición de Aurora, de su
progresivo destrozo como persona. En prisión, Rodríguez podía seguir
considerándose una heroica y grandiosa reformadora social perseguida por
sus ideas; pero en el psiquiátrico no era más que esa loca a quien
nadie hace caso, a quien nadie ve, de la que nadie se acuerda. En las
primeras entrevistas todavía era la Aurora de antes, pedante,
egocéntrica y terrible. Una mujer abominable. Instalada aún en su
delirio demiúrgico, se dedicó a confeccionar muñecos de tamaño natural
con genitales y el pene erecto, ya que no podía volver a crear una
muñeca de carne y hueso como la pobre Hilde. Pero esa etapa de frenesí
prepotente duró poco. Diez años después apenas si hablaba, sólo lloraba y
repetía que sufría espantosamente y que su único deseo era morir fuera
del psiquiátrico. En los últimos cinco años se negó a ver a los
médicos, ni siquiera a los de medicina general. Estaba ciega y vivía en
un infierno depresivo.
Sí, el destino de Aurora es sobrecogedor y
mueve a compasión. Pero, al mismo tiempo, uno experimenta un primitivo
sentimiento justiciero, como si la mujer hubiera merecido tal castigo.
Porque es un ser que resulta odioso. Nunca se arrepintió de haber
asesinado a su hija, antes al contrario, se vanagloriaba de ello: “Como
una gran artista que puede destruir su obra si le place, porque un
rayo de luz se la muestra imperfecta, así hice yo con mi hija a quien
había plasmado y era mi obra”. Solemos decir de manera errónea que
alguien es un loco (sin embargo, nunca decimos que un enfermo de cáncer
es un canceroso, por ejemplo), como si eso, la locura, fuese todo lo
que ese individuo es. Pero no es cierto: más allá de la dolencia mental
sigue existiendo la persona. Y Aurora Rodríguez era una de las
personas más malvadas que imaginarse pueda. Una mujer violenta, cruel,
egomaníaca, despótica e inclemente que se disfrazaba con un perverso
discurso de abnegación y heroísmo. Su desequilibrio psíquico no hizo
más que multiplicar estos siniestros rasgos hasta el delirio.
Aurora
Rodríguez había nacido en 1879 en Ferrol, hija de un abogado adinerado
y dentro de una familia con fama de ser bastante extravagante. Nunca
fue al colegio, pero se leyó toda la biblioteca paterna, que abundaba
en textos de socialistas utópicos: Saint Simon, Owen, Fourier y sus
falansterios. De estos pensadores premarxistas, que intentaban
encontrar un modo de aliviar el sufrimiento de la clase obrera; del
superhombre nietzscheano y de las teorías eugenésicas, tan en boga
entonces, que apostaban por la creación científica de una raza de seres
superiores, sacó Aurora un indigesto y confuso ideario revolucionario
que se resumía, esencialmente, en que ella iba a ser la salvadora del
mundo. Ya a los 23 años pensó en crear una colonia eugenésica en una de
las fincas de la familia, con sirvientes seleccionados a los que
cruzaría entre sí y educaría correctamente, y a los que luego enviaría a
repoblar la Tierra. Esta especie de ganadería de superhombres no llegó
a realizarse: incluso la propia Aurora debió de ver que era
impracticable. Pero fue un antecedente del experimento con su hija.
Aurora
adoraba a su padre y detestaba a su madre de una manera anómala y
extrema. Era profundamente misógina: los varones le repugnaban
físicamente, pero las personas de su propio sexo le parecían indignas:
“La mujer es, por doloroso que resulte confesarlo, lo peor de la especie
humana”, decía, por ejemplo. Y también: “La mujer en general carece de
alma. Hay animales con un alma mucho más exquisita que la mujer”. En
esto Aurora era totalmente convencional, porque la inmensa mayoría de
los varones de entonces opinaban barbaridades semejantes. Me imagino lo
mucho que debió de odiar Aurora su condición femenina, siendo como era
tan altiva y soberbia, tan ávida de alcanzar el más alto destino de la
Tierra. ¿Y cómo iba a llegar a esas alturas sublimes de poder y
prestigio, si no era más que una mujer en un tiempo en el que las
mujeres no eran nada? Resolvió el problema recurriendo al único poder
esencial que nunca han podido arrebatar los hombres a las mujeres, ni
siquiera en los momentos de mayor sexismo: la capacidad de engendrar. La
trágica historia de Aurora y Hildegart es un producto de su época.
Rodríguez
vivió soltera y virgen con su padre hasta que éste murió cuando ella
tenía 35 años. Entonces, dueña ya de su herencia y de su destino, puso
en marcha su plan. Ya había escogido al posible padre, un capellán
castrense bastante estrafalario, medio escritor, medio aventurero. Se
acostó con él tres veces en los días adecuados y sólo con el fin de
preñarse, cosa que logró. A continuación se mudó a Madrid, en donde dio
a luz a Hilde en diciembre de 1914.
Y ahí empezó el largo,
larguísimo tormento de la niña. Una cría que nunca tuvo amigos. Que
jamás pudo jugar con chicos de su edad. “No he tenido infancia”, le
dijo un día Hildegart al periodista Eduardo de Guzmán: “La necesité
íntegra para estudiar sin descanso de día y de noche”. Una vecina con
la que las dos mujeres llegaron a entablar bastante relación (Hilde le
llamaba la abuelita) declaró en el juicio que en doce años jamás las
había visto besarse, y la propia Aurora dijo que había acariciado a su
hija en muy contadas ocasiones, y sólo cuando ya estaba muy crecida.
También reconoció que a veces le pegaba. La madre de una compañera de
colegio dijo de Aurora, “que nos era odiosa a todas las demás madres”,
iba a llevar y a recoger a Hilde a clase, y que era raro el día en que
no la cubría de improperios y golpes por algún motivo nimio, un lápiz
perdido, un error en un ejercicio.
Imaginemos a esa niña
completamente sola, sometida al sádico capricho de una madre demente.
Año tras año, Aurora obligó a Hilde a cumplir su mesiánico programa; y
cuando la cría alcanzó los catorce, la lanzó al mundo como
conferenciante, política, periodista, escritora. Para entonces vivían
en un pequeño ático de dos habitaciones y terraza en Galileo, 44, tan
aisladas de todos que en la mesa del comedor sólo había dos sillas.
Iban siempre vestidas de negro, “para evitar las tentaciones de la
coquetería”. Hilde se pasaba el día aporreando su máquina de escribir.
“¡Trabaja, hija, trabaja!”, ordenaba Aurora cada vez que se detenía el
tecleo siquiera un instante (lo contó la criada). La madre acompañaba a
su hija absolutamente a todas partes, incluso a las reuniones de
partido; y si, cuando iban a un periódico a entregar algún artículo,
Hildegart se entretenía hablando un momento con los compañeros, Aurora
la obligaba a interrumpir la charla y a marcharse, en más de una
ocasión con lágrimas en los ojos.
Todo esto era ya lo
suficientemente horrible, pero, aunque parezca mentira, empeoró.
Hildegart se había convertido en una muchacha grande y robusta con un
rostro carnoso que, en las fotos, parece soso y pánfilo, pero que en
vivo debía de tener su gracia, porque todos los contemporáneos la
definían como una chica guapa (el mismo día del asesinato, cuando le
preguntaron por qué había matado a su hija, Aurora contestó: “Porque
era tan hermosa”). Y además estaba teniendo un éxito tremendo, el éxito
al que siempre la empujó su madre, pero que ahora sin duda provocaba
grandes celos en Aurora. Por último, Hilde crecía y quería vivir,
respirar por sí sola, liberarse de ese encierro uterino y enloquecedor
en el que estaba atrapada y que definió muy bien el socialista Julián
Besteiro, que fue profesor de la muchacha: “En los estudios Hilde es,
sencillamente, formidable, pero este fenómeno de ir tan pegada a su
madre me evoca la imagen de una cría de canguro encapsulada en bolsa
invisible y con el cordón umbilical intacto”.
Todas estas
circunstancias empeoraron gravemente los síntomas de Aurora, que estaba
más enajenada cada día. Empezó a imaginar diabólicas conjuras para
captar la voluntad de Hildegart, conjuras en realidad encaminadas a
acabar con ella, con Aurora, pues ella era en verdad la única
importante y los enemigos sólo usaban a su hija como vehículo para
hacer daño a la insigne madre. Mientras tanto, la fama de Hildegart
traspasaba fronteras. Se carteaba habitualmente con el escritor H. G.
Wells y con el no menos famoso sexólogo Havelock-Ellis. Ambos británicos
le aconsejaron que fuera a pasar una temporada a Inglaterra, y esa
propuesta debió de ser como un sueño de liberación para Hilde. Además,
parece ser que la muchacha se enamoriscó de un joven político, Abel
Velilla, compañero del Partido Federal. Eso terminó de cerrar la trampa
mortal. Hay una foto conmovedora de la muchacha, tal vez la última que
le hicieron: ha cortado sus pesadas y aburridas trenzas y luce un pelo
cortito, coqueto y rizado. Además, va adornada con pendientes y un
modesto collar. Se había convertido en una mujer que quería gustar. Una
aberración para su madre. “Desgraciadamente, cada día notaba que mi
influencia (en Hildegart) era menor”, declaró Aurora en el juicio. Y no
estaba dispuesta a consentirlo.
Para abril de 1933 la agresiva
paranoia de Aurora se había hecho insoportable. Un día Hildegart le
pidió que la dejara vivir sola, o al menos con la vecina a la que
llamaban la abuelita. La petición generó broncas, violencia, dramas
desquiciados, noches enteras de tortura emocional. Al cabo, Aurora
fingió aceptar. Pero todo era una mera apariencia. A finales de un mes
de mayo tórrido, Hilde mandó una tarjeta al periodista Cohucelo, una de
las pocas personas que mantenían algún trato con las dos mujeres:
“Amigo Cohucelo, venga a vernos esta noche si es posible, hay algo
urgente”. El hombre acudió y le recibieron en la terraza. Aurora
explicó que Hilde parecía mostrar especial interés en Abel Velilla, y
que su hija no estaba en el mundo para contraer matrimonio: “Casarla
sería tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a la
Tierra”. Al oír esto, Hildegart se levantó y lloró durante largo rato
contemplando el cielo: “¡Me muero!”, sollozaba. Dos días después,
Cohucelo, aún impresionado, llamó por teléfono. Descolgó Hilde, a quien
el periodista preguntó: “¿Cómo va ese valor?”. “No puedo hablar, acaba
de llegar mi madre. Sólo tengo ganas de morirme”, dijo la muchacha, y
colgó abruptamente.
Desde el 27 de mayo, la noche de la visita de
Cohucelo, hasta el 9 de junio, fecha del asesinato, Aurora
prácticamente secuestró a su hija en el sofocante, recalentado ático de
la calle Galileo. La madre no abría la puerta a las visitas e incluso
llegó a arrancar el teléfono para que Hilde no pudiera hablar con
nadie. Estremece imaginar lo que debieron de ser esos últimos días de
encierro y de tormento, de calor y violencia. A finales de mayo, Aurora
había pedido a una vecina que le guardara los tiestos y los perros
mientras ella hacía un viaje a Cuba de tres o cuatro meses, y le había
dado cuatro pesetas por el servicio. Es una mentira que demuestra que
ya para entonces tenía planeado asesinar a su hija. Y que pensaba que
con tres o cuatro meses saldría libre.
El 8 de junio volvieron a
discutir. Como cada día, Hilde insistió en irse y Aurora en torturarla.
La muchacha, agotada, se acostó y se durmió. Su madre pasó la noche de
rodillas delante de la cama de su hija, viéndola dormir. “Y en el
centro puntual de la maraña, Dios, la Araña”, escribió la poeta
argentina Alejandra Pizarnik antes de suicidarse. Cuando amaneció, la
madre araña se desembarazó de la sirvienta ordenándole que sacara a los
perros. Luego tomó un pequeño revólver que guardaba en el armario y
disparó a Hilde en el lado izquierdo de la frente; a continuación le
metió otra bala casi en el mismo lugar. Después le dio un tiro en el
corazón y, por último, “aún disparé un tiro de gracia en el carrillo
izquierdo”. Extraño lugar para colocar un tiro de gracia, puesto que no
afecta a órganos vitales. Pero, eso sí, consiguió destrozarle la cara.
El hermoso rostro de su hija.
Hay un detalle aterrador que aún no
he contado y que permite intuir la sordidez y la asfixia de ese
infierno doméstico: en la casa de Galileo sólo había un dormitorio.
Compartían incluso la habitación. Me pregunto cuántas madrugadas debió
de pasarse Aurora en vela vigilando el sueño de su hija, celosa tal vez
de esas inevitables horas de descanso en las que Hilde no era del todo
suya. Y me pregunto si la muchacha estaba durmiendo de verdad en esa
última noche; si no tenía miedo de la alucinada, venenosa mirada de su
madre. Tal vez la vio venir con la pistola; y tal vez esa violencia
final no fue sino un alivio, la única liberación posible para la
víctima atrapada en la pegajosa y letal tela de araña.
* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.
SOCIEDAD › LA HISTORIA DE UNA MUJER QUE DECIDIO TENER UNA HIJA QUE SALVARA LA HUMANIDAD Y LA TERMINO MATANDO
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