Ya sé que me odias, pero no te preocupes que no me voy a morir. Hace
pocos meses habría sido una blasfemia escribirte esta carta, sin
embargo ahora necesito redimirme y soportar tu rencor con la entereza
de un capitán que se hunde con su barco. Desde que te abandoné me
siento un Judas eligiendo el olivo adecuado para colgarme. Es curioso
que sea yo quien te dedique estas palabras tatuadas en papel, pues la
literatura y la amistad siempre fueron tus armas contra el mundo; las
mías, por desgracia y a temprana edad, siempre fueron la guitarra y la
jeringuilla.
No, no te preocupes, que por mucho que me
odies no me vas a matar. Es cierto que fui yo quien empezó, aunque
para alguien anclado en la amargura de la adolescencia todo lo bueno es
malo y todo lo negro es negro. Te empeñaste en verme como un niño a
pesar de que golpeaba como un hom-bre. Y sí, admito que me costó
arrancarte ese síndrome del Príncipe Azul que sufrías por mí, yo nunca
seré tan inocente, tan honesto ni tan listo por mucho que me observes
con tus dioptrías de amor. Pero al final lo comprendiste. Los toreros y
los valientes llevan en el pecho las cornadas de la vida, solías
decir. Pues bien, yo ni era valiente ni torero ni tenía cornadas en
ninguna parte. En todo caso sería un banderillero sin arrojo, primero
pinchaba y después corría, yo tiraba la primera piedra y escondía la
mano para agarrarme el paquete y hacer gestos obscenos. No había
manera. Yo estaba orgulloso de mi lado oscuro mientras tú te empeñabas
en alumbrarme con las luciérnagas de tus pupilas.
Aún
recuerdo aquel pueblecito a donde fuimos a vivir juntos. ¿Cómo se
llamaba? Lo tengo en la punta de la memoria... ¡Frigiliana! Se llamaba
Frigiliana. Qué lugar tan reposado, tan rústico, tan blanco. Sí,
demasiado reposado, rústico y blanco para mi desfachatez, mi urbanidad y
mi mirada sombría. Era el sitio perfecto para una escritora que
necesitaba tranquilidad e inspiración, el purgante cáustico para domar
mis ímpetus de rebelde-sin-causa. Tú siempre tuviste el amor y el
dinero; yo la avaricia y la mala hostia. El destino, tú y yo formábamos
un triángulo equilátero con las puntas cimbradas, un precario
equilibrio de voluntades donde tenías que hacer malabarismos para
evitar la caída mientras yo te movía el alambre deseando que cayeras. A
veces te espiaba a escondidas cuando tecleabas sin descanso en tu
vieja Underwood, tac tac tac, el carrete de la máquina de escribir se
deslizaba veloz y en el folio virginal las palabras adquirían sentido
al estampar el último carácter, tac tac tac, transcribías los
manuscritos de tus novelas casi a vuelapluma y un extraño cariño
entremezclado de aversión se enroscaba en mis tripas, tac tac tac. Me
encantaba esconderte objetos para que desesperaras en su búsqueda, Pero
si lo había puesto aquí, repetías con un tino de asombro al tiempo que
yo recriminaba tu estupidez. Un bello crepúsculo, en aquella azotea de
baldosas rojas desde donde se oteaba el mar poniendo la mano de
visera, me leíste unos versos de Pesoa: ... A veces, y el sueño es
triste, / en mis sueños existe / lejanamente un país / donde ser feliz
consiste / solamente en ser feliz. Mi sonrisa de burla fue un insulto
demasiado cruel para tus poetas muertos... Y jamás volviste a recitarme
algo hermoso. Pero no, no te asustes que no me voy a morir sin que me
vuelvas a odiar.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco?
¿Diez años? Hace tiempo que el tiempo ha dejado de ser importante a mis
pies fugitivos, a mis ojos vagabundos. Te abandoné aquella noche de
San Juan porque tenía la certeza de que te dolería más de lo
imaginable. Me llevé la chupa de cuero, la guitarra y un fajo de
billetes hurtado de tu bolso, y allí se quedaron, sobre la encimera de
la cocina, un folio en blanco y una estilográfica que me regalaste,
para que supieras que no me olvidé de despedirme sino que no me despedí
porque no quise hacerlo. Y todo sucedió muy rápido. Tal vez demasiado.
Las puertas del paraíso que me negabas se abrieron ante mí como la
boca del infierno: el triunfo con la banda fue fulgurante, el primer
disco se vendió igual que migajas de pan a la puerta de un hormiguero.
Rock&Roll, chicos guapos y cuerpos musculosos. Lo teníamos todo y
lo sabíamos. En los estadios a reventar la gente gritaba nuestros
nombres y las adolescentes –un manojo de histéricas locas por arrancar
una mirada de sus ídolos- nos arrojaban sus números de teléfono
serigrafiados en los sujetadores, una deliciosa lluvia de seda
perfumada que atesorábamos como una colección de mariposas. Fue nuestra
época de gurúes irreverentes. Veinticuatro horas para emborracharte con
champán y cerveza; veinticuatro horas para saltar sobre la cama de un
hotel hasta que te dolían las piernas; veinticuatro horas para esconder
a todas las muchachas de la ciudad bajo los edredones; veinticuatro
horas para enloquecer con la música a todo volumen; veinticuatro horas
para vivir la vida en un día... Pero a veces me acordaba de ti. En los
momentos menos sospechosos y más delictivos. Escuchaba el eco de tu voz
en las cuerdas de mi instrumento y yo me negaba a tocar justo antes de
comenzar la actuación. Mis compañeros se ponían furiosos conmigo y el
público se enardecía por la tardanza. Entonces nos peleábamos a
puñetazo sucio en mitad del escenario y por fin comenzaba la función.
Aquellas noches que me rondaba el lobo de tu recuerdo el concierto
salía redondo... Y la borrachera duraba más. Al despertarme al día
siguiente tenía un nuevo tatuaje que había florecido en mi piel: una
garra del diablo que atenazaba mi corazón, una gárgola cuyas alas de
murciélago se extendían por mi espalda, un dragón a un lado del cuello,
un puñado de demonios enroscados en los brazos...
Al
cabo de dos años la banda se desmoronó. Las drogas y la soledad
cogieron brutalmente las riendas de mi vida y domaron mis ímpetus
salvajes. Es gracioso, soy el rey Midas del rencor y todo lo que toco se
convierte en orines fermentados. Por eso me fui de todas partes, desde
entonces he dado tantas vueltas al mundo que estoy mareado de dormir
al amanecer y hacer el amor a mediodía. He aprendido tantas cosas que
ahora conozco el valor de la ignorancia. Tú tenías razón en todo y yo
me equivocaba en el resto. No, ya no me quedan fuerzas para hacerme el
tipo duro, ya sólo me queda tu odio. Tengo treinta años y sigo siendo
el mismo adolescente sin autoestima, peor aún, un adolescente
avejentado que perdió el único sueño por el que merecía la pena luchar.
Siempre me he despreciado a mí mismo, y ahora me aferro a tu inquina
como un epitafio de boj: Los viejos roqueros nunca mueren... Pero en
ocasiones la inmortalidad es demasiado corta.
Tengo
cáncer de estómago. Sabía que estaba podrido por dentro, pero no tanto
ni tan pronto. Deberías verme y echarte a reír, la agresiva
quimioterapia me despiojó cada pelo de la cabeza hasta dejarla igual que
una canica de vidrio, mi cuerpo es un tallo de junco incapaz de
caminar sin ayuda y mi incontinencia urinaria es comparable al Manneken
Pis. Sí, deberías venir y señalarme con el dedo como a un monstruo de
feria. Pero no te preocupes, que por mucho que me odies no me vas a
matar.
Esperandote. |
Los enfermeros ya terminaron de
prepararme. Me han dedicado las mismas palabras de aliento que se
repiten como un bocadillo de ajo, paciente tras paciente. Mañana será
la operación. No sabes con qué anhelo desearía verte al abrir los
párpados. Pero, en fin, si tu odio no es tan fuerte no te preocupes,
seguro que nos volvemos a encontrar en los sueños de Pesoa, en ese país
donde ser feliz consiste solamente en ser feliz. Si del amor al odio
sólo hay un paso, por favor, da un saltito hacia atrás y búscame otra
vez en las páginas de tu corazón. Te quiere, tu hijo Néstor.
Nota: Carta ganadora del premio del público del V Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor.
siceridad brutal,quisiera haber escrito esa carta a alguien que ame¡porque yo tambien quiero dar un saltito hacia atras para que cierre mi herida,de lo contrario no hay forma alguna¡¡¡
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