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lunes, 17 de octubre de 2011

La gallina decapitada por Leonidas Barletta

Después vino el cumpleaños de Pedrito y don Pedro quiso festejarlo porque caía en domingo. Y fue un día de imprevistos sucesos.
-¡Claro, porque no sos vos el que está en la cocina -rezongó doña María. Pero se sentía contenta con la decisión del padre.
Mario fue a comprar cinco de papel y sobres al almacén.
-¿Qué pongo? -preguntaba Alberto con los dedos sucios de tinta. De un lado de la silla estaba don Pedro y del otro doña María. Una hoja de diario doblada servía de carpeta.
-Arriba se pone la fecha -afirmó severamente el padre y miró a doña María de reojo, buscando su aprobación.
-Y en el otro renglón: el nombre, y más abajo: Apreciada hermana...
Cuando la pluma dejó de chirriar sobre el papel, marido y mujer volvieron a mirarse, y ella dictó:
-La presente... es...
- ...para desearte buena salud... -prosiguió don Pedro.
-... Con tu esposo y sobrina Queca... -agregó doña María.
-Nosotros por ahora vamos tirando... -siguió don Pedro.
-Si, sí; especialmente yo, con este brazo que no lo puedo mover... -comentó en voz baja la mujer. Y espantando a los dos perros, gritó:
- ¡Váyanse afuera ustedes...! ¡Qué tienen que estar escuchando!
-¿Qué te hacen los pobres animalitos? -intervino don Pedro, con forzada severidad.
-Bueno; yo sé lo que hago -replicó doña María-, No vamos a empezar ahora... ¿eh?
-Seguí... El motivo de la presente...
-Ya puse presente -advirtió Alberto, sin levantar los ojos del papel.
Doña María se encolerizó.
-Usted ponga lo que le dice, su padre. ¡Oh! no faltaba más con estos monosabios.
Don Pedro se sintió agradado, pero creyó oportuno decir:
-Déjalo, el chico tiene más escuela que yo... pero antes se ponía así...
-Bueno, ¿qué pongo?
-El motivo de... bueno, eso ya está... es para avisarte que el domingo festejamos... el cumpleaños de nuestro hijo Pedrito...
Doña María agregó:
-Si Dios quiere. ..
-Si Dios quiere... -repitió don Pedro. (Esto era un poco vago, vero de ritual.) Y de pronto, con una cara que no era de entrecasa, el padre añadió de un tirón- y haremos una raviolada...
Alberto tiró la lapicera sobre la mesa, trató de levantarse de la silla y protestó:
-Yo no escribo eso...
Doña María aprobó, un poco asustada por lo que pudiera pasar:
-El chico tiene razón... ya tuviste que salir con una de las tuyas... Sentáte, Albertito, escribí...
y te invitamos a almorzar, con tu marido y tu hija.
...no hace falta que traigan nada, porque hay de todo...
... “dejesen” de cumplimiento y vengan a la mañana.. .
...a la tarde jugaremos a la lotería si quieren traer la bolsa y los cartones...
Alberto avisó que la hoja se le estaba terminando. Pero allí estaba nuevamente don Pedro, levantándose el mechón de la frente y dictando con seriedad:
...Sin más se despide tu hermana deseándote salud y felicidad en compañía de los tuyos.
Y la carta quedó sobre la mesa, tibia de ternura inexpresada, con sus garabatos de tinta.
(¡Qué raro! Habían consignado las muestras de simpatía y afecto familiares, escarabajeando en un papel. Como la arañita mana de sus fúsulas su pálida hebra de plata, la pluma deja tras de sí su trazo azul sobre la hoja en blanco. La inquietud de doña María, cuando Alberto escribe, es porque ella intuye que, al mover la pluma, una palabra tiene que suceder a la otra y se presentan en tropel y no hay modo de atajarlas. Luego la pluma las va bordando, una a una, con sus palitos, ojos, vírgulas, zapatillas y tildes y nunca dicen lo que se quisiera decir. ¡Ay, doña María, ése es el problema de los escritores! Ellos también piensan una cosa y la pluma les escribe otra, sin poderlo remediar.)
Los días de la semana se sucedían retrasándose a propósito. Habían empezado con un lunes, como procede, pero enseguida empezó el desorden. El miércoles llegó con aire de jueves y al mediodía había tallarines en la mesa y Fidel se negó a comer las sobras. El jueves a la mañana vino el cartero y subió a la veredita con el caballo. Nadie quería recibir la carta y tuvo que ir doña María con las manos mojadas.
-Viene a nombre de don Pedro -dijo Grasa, el cartero, extendiendo la mano con el sobre. El caballo sacudió la cabeza. (Claro, los chicos sabían de sobra que era el caballo el que repartía la correspondencia. Un hombre nunca puede soportar tanta responsabilidad: muertes, nacimientos, bautismos, casamientos, deudas...)
Por eso, mientras la madre explicaba que debía ser la respuesta de su hermana, que para llegar tenía que tomar una combinación de trenes, doña Matilde expresó, desde la puerta de su casa:
-Nunca se sabe qué trae una carta.
Doña María pensó: ¡Que se te haga la boca a un lado!
Y se santiguó.
Pero debía ser una buena nueva, porque Fidel y Valentina se alzaron sobre sus patas, aprovechando una distracción de doña María y lamieron el sobre.
- ¡Qué atrevidos! -exclamó ella, y secaba la carta con el delantal.
El único que entendía bien las cosas era el caballo del cartero, porque de pronto dio la vuelta y empezó a andar sin que se lo hubiesen ordenado.
(¡Qué trastorno! Ahora estaba la carta sobre la cómoda y tenían que quedarse solos con ella hasta que el padre llegase.)
Los perros andaban tan agitados por saber qué contenía el sobre, que doña María tuvo que cerrar la puerta.
Y cuando él llegó, al mediodía, los chicos señalaban el cuarto clausurado y gritaban:
-Papá... está la carta... vino la carta.
El sobre fue abierto con todas las precauciones y de adentro salió una hojita de color azul. Doña María le alcanzó una silla a su marido y él había sacado del cajón de la cómoda unos anteojos de alambre y revisaba el papel sin encontrar nada, porque seguramente esa letra estaba destinada a otro, o no tenía destino. Quizás fuese de la Queca que escribía mientras pensaba en su novio. Al fin don Pedro cedió su asiento a Alberto y le dio a leer la carta.
Eran pocas líneas, pero no faltaba nada. Iban a venir el domingo y traerían el juego de lotería y los querían a todos. Pero don Pedro y doña María no estaban satisfechos.
(¿Cómo iba a ser así de fácil la lectura de una cosa tan complicada? ¿No se trataba de un viaje de dos horas? ¿No se habían enojado cuando el cuñado, que podía, le había negado a don Pedro los seiscientos pesos para unas cuotas atrasadas de la casita?)
Entonces él simuló estar conforme pero cuando no lo veían iba a buscar la carta y la miraba por las cuatro esquinas y no encontraba en ella todo lo que hubiera querido hallar. Y por supuesto, el único que lo sabía era Fidel y ya era viernes y el almacenero había mandado dos cajones de cerveza.
El sábado se convirtió en lunes. Doña María baldeaba los pisos, levantaba torres de sillas sobre la mesa, espantaba a cada rato a las gallinas. Al mediodía, la comida no estaba preparada y don Pedro tuvo que mover el ropero. Mario pudo sacar por fin el barrilete que se había deslizado detrás del mueble y las arañas zancudas corrieron despavoridas a ponerse a salvo. Afuera, los sapos salían de entre las frescas matas de menta y daban grandes saltos, desarticulados, como si anunciasen un cataclismo.
Doña María, con la cabeza envuelta en un pañolón, fregaba y sacudía arrebatadamente.
Y de pronto ocurrió aquel suceso que llenó a todos de consternación. A la tardecita, cuando volvió el padre del trabajo, doña María señaló una gallina gorda, la Picaflora, y le dijo:
-Agarrámela, que se la voy a mandar a doña Matilde para que le retuerza el pescuezo; así la pongo a orear esta noche y mañana se hace un poco de caldo.
Don Pedro se levantó el mechón de pelo de la frente y replicó:
-¿Por qué se la voy a mandar a doña Matilde? ¿No la puedo matar yo? ¿Soy manco yo...?
-También yo la puedo matar -contestó doña María-, pero en mi casa no quiero sangre de los animalitos que yo misma he criado.
-¡Adiós, mi plata! -exclamó él-. Con esas ideas la gente se moriría de hambre.
En seguida se levantó en el gallinero una tremenda algarabía. Todas las gallinas, que ya se habían acostado, protestaron indignadas, y don Pedro apareció, flanqueado por Fidel y Valentina, que habían ayudado a cazarla, con La gallina colgando de las patas y agitando las alas.
Alberto le alcanzó la cuchilla grande y mientras doña María, Mario y Pedrito y los dos perros entraban en la pieza y cerraban la puerta para no oír los gritos de la pobre, don Pedro puso la cabeza de la Picaflora sobre la mesa, levantó el cuchillo y lo hizo caer sobre el cuello como la hoja de una guillotina.
Entonces ocurrió algo espantoso. (Es claro, fue algo más veloz que la misma muerte que el ave tiene preparada cuando la van a buscar.) Al oír el golpe, doña María, los chicos y los perros se agolparon en la puerta de la pieza y vieron saltar y pasar por la galería, corriendo en zig zag y chocando, al pobre animal sin cabeza. Al final del corredor, resbaló sobre un costado, pero volvió a enderezarse y desando el camino, tropezando con las sillas, como si anduviese buscando su cabeza. Iba dejando detrás un reguero de sangre. Al fin cayó junto a la puerta de la cocina y ya no se movió. (Y hubo un silencio que se correspondió con aquella muerte tan sorprendida de sí misma.)
Suerte que llegó el vinero y hubo que llevarle la damajuana vacía y entrar la llena.
El pito del masitero llenó de pronto toda la cuadra. Don Pedro le dijo a doña María, dándole unas monedas:
- ¡Cómprale unos bizcochos napolitanos, que a tu hermana le gustan tanto! Y de paso le compras algo a los chicos.
¡Y todo era para borrar aquella visión de la Picaflora sin cabeza!
Los dos perros salieron primero, a toda carrera y detrás de los chicos gritando:
- ¡Diga! ¡Masitero!
Ahora rodeaban la canasta plana, mientras el hombre descorría el lienzo blanco, agitando un colorido manojo de tiras de papel, sin dejar de silbar su musiquita, con un carozo de damasco.
Los ojos de los chicos volaban con los imprecisos movimientos de las moscas, desde los polvorones a las tortitas negras, desde los caballitos de chocolate al pan de cremona. Los bizcochos napolitanos, con semillas de hinojo, como tubos esmaltados en forma de ochos, estaban atados con un piolín en el asa de la canasta.
Pero, con todo, después que se comieron las masitas, volvió a aparecer el recuerdo de la Picaflora pasando sin cabeza por la galería.
Fidel husmeaba el rastro de sangre que don Pedro acababa de limpiar, Valentina seguía los pasos de doña María. Entonces, Mario afirmó lo que todos esperaban.
-Mamá... mañana, yo no como gallina.
Ya era de noche y los chicos y los perros se acostaron sin comer.
(A veces la noche se hacía tan profunda y misteriosa qué los niños no se atrevían a entrar en ella y fingían tener sueño para atrincherarse en la cama con los perros.